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I'm so thankful that we're strangers when we meet

Curiosa sensación cuando te reencuentras con algún antiguo compañero de clase y y compruebas cuantísimo habéis cambiado ambos con el paso de los años. No hablo de reencontrarse fugazmente en la calle ni tampoco de cambios físicos -tan visibles como inevitables-, sino de redescubriros como personas: quedar para tomar algo y hablar tranquilamente hasta que te parece casi de ciencia-ficción el haber conocido a esa persona antes de esta conversación.


Superado el trámite de las preguntas de rigor -¿dónde vives ahora, acabaste por fin la carrera, a qué te dedicas ahora?-, de repente surgen temas más profundos, y os ponéis a hablar de ellos con una naturalidad y una firmeza inesperadas. Problemas de verdad. Vivencias impensables años atrás. Muertes, operaciones, sexo (sexo real, no la anticipación del sexo de la adolescencia). Cuestiones políticas, por ejemplo. Utopías para cambiar el mundo. Temas que quedan muy lejos de aquellas horas del patio, los bocadillos de paté, los créditos variables, los profesores odiosos, el último episodio de Bola de Drac, los tazos y las partidas de cada tarde al Street Fighter II.

También existe el caso de antiguos compañeros que no han evolucionado un ápice: siguen con los mismos intereses, su visión del mundo es la misma de años atrás, como si hubieran vivido encerrados en un huevo. Si intentas hablarles de tu nueva madurez se ríen porque son incapaces de concebirla, se piensan quizá que les estás tomando el pelo. No pueden concebir un mundo en el que la gente aprende, evoluciona, avanza. Hablando con esta gente también sonríes: te sientes lejos. Afortunadamente, tu tren prosigue su marcha mientras ellos, atrapados en el andén, se hacen cada vez más pequeños.

Es curioso porque al darte cuenta de cuánto ha madurado -o no ha madurado- la otra persona, por primera vez eres consciente también de cuánto has cambiado tú. Todos los aprendizajes, experiencias, naufragios, opiniones, decisiones... todos esos pasos que, poco a poco y sin hacerse notar, te han ido moldeando para que fueras quien eres hoy. Y sonríes porque el viaje ha merecido la pena. Piensas: que siga la conversación con esa persona que también ha avanzado por su cuenta, que me interesa. Y seguís debatiendo apasionadamente acerca de la situación mundial actual, de las verdaderas injusticias, de vuestro último fracaso, del miedo y de la felicidad, de lo que os ha enseñado el último libro leído.


He experimentado esta sensación con unos cuantos conocidos ya. En ciertos casos, no hemos vuelto a quedar jamás, quizá sólo necesitábamos constatar que, efectivamente, habíamos avanzado y que seguiríamos haciéndolo. Pero en muchos casos, después de este reencuentro la amistad se ha afianzado, como si hubiéramos necesitado ese largo paréntesis para retomar ahora la relación con más ganas. Para ser amigos de verdad teníamos que convertirnos en las personas que somos ahora.

Sigamos evolucionando, aprendiendo, sigamos sintiéndonos agradables extraños cada vez que nos volvamos a reencontrar.

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