Octubre
Me lancé a correr. Y por una vez, no llevaba reloj. Es decir: no llevaba el móvil encima para mirar la hora. Pero ya me estaba bien así. Correría y correría, sin saber si llegaba tarde o justo a tiempo. Correría desde la toalla en la playa hasta el jersey de punto. Había llegado el frío a la ciudad y esta vez para quedarse. Sí, por increíble que parezca, incluso esas cosas que según los agoreros no iban a suceder, acaban sucediendo.
Tuve que tomar un rodeo. La calle de siempre estaba cortada y los camiones de bomberos y los policías de uniforme y las cintas amarillas me bloqueaban el paso. Confieso que más allá del mero cotilleo, me daba igual lo que hubiera sucedido. Fuera lo que fuese, yo estaba vivo. Así que me alejé del tumulto de gente curiosa y tomé un desvío por mi plaza favorita. A veces olvido que sigue ahí, y ahí seguía. Muy cerca de los árboles, de las puertas cerradas.
También a ella la dejé atrás. Corrí y corrí. Como no tengo coche ni sé conducir, solo podía enlazar un paso tras otro. Lejos, lejos. Porque lejos adquieres perspectiva. Pensaba que de esta manera podría exorcizarlo todo. Dejaría de ser el bufón del cuento. Lo que otros esperaban de mí ya no importaría, solo lo que yo sentía. Lo que de verdad yo deseaba. Lo que ya no importa. Corrí sin rumbo hasta que volví a encontrarme. Y pasó Octubre. Y recordé que si quería, podía tener lo que quería.