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Una noche en el Bar del Oro

(Pues vaya, toda la vida pensando que era "Una noche en el Bar de Loro" y resulta que es "Una noche en el Bar del Oro". Qué cosas.)


Semanas atrás, hice un top de canciones de Fangoria. Otro de mis grupos "de siempre" que he recuperado estos días de cambios y relecturas y redescubrimientos es Mecano. Creo que estoy escuchando más música en español últimamente que en toda mi vida. Mecano me gustaban desde pequeño, claro, cuando con mis padres viajábamos en verano por toda Europa y nuestra banda sonora (para desgracia de mi madre, que detesta a Ana Torroja y su voz) era el cassette de "Descanso Dominical" desgastándose en mi reproductor de juguete. También tenía cassettes con sintonías del Equipo A y de series de dibujos animados, pero "Descanso Dominical" era mi favorito. Eran aquellos tiempos en que para ir de una canción que te gustaba a la siguiente, tenías que rebobinar, ir parando y darle al play para comprobar si ya habías llegado al punto correcto. Intentabas en vano aprender a descifrar ese sonido agudo al giraren avance rápido, tan agudo que parecía que la cinta iba a romperse en cualquier momento.


Llevaba tiempo con la idea de seleccionar mis 10 canciones favoritas de Mecano, y voy a hacerlo ahora, antes de que saquen otro recopilatorio o, peor, el inevitable Mecano Papito (Cobraestilo: ya sabes que te lo regalaré). Creé una lista de reproducción en Spotify, empecé a seleccionar añadir todas las que me gustaban MUCHO... y acabé con casi 40. Básicamente, el 90% del recopilatorio "Ana, Jose, Nacho" más 5 o 6 que no estaban incluidas ahí y adoro igual. Como eso no era una selección ni era nada, lo he reducido a 14, como el top de Fangoria. Por desgracia, han quedado fuera muchísimas de mis canciones favoritas, y el orden (excepto las 5 primeras) me ha costado horrores decidirlo. Supongo que son canciones con las que he crecido y vivido, y sería como tener que decidir entre tus hermanos favoritos (si tuvieras 40 hermanos, claro). Así que cuando veais que no están temas míticos como "Me Cuesta Tanto Olvidarte" (sí hijos, sí: lo siento), "Cruz De Navajas", "Quédate En Madrid" o "Me Colé En Una Fiesta" no penséis que no me gustan: pensad que estaban todas en el puesto #15.

14. El 7 de Septiembre (Versión Acústica)
No sé por qué, prefiero la versión acústica a la normal. Supongo que es aún más triste y melancólica. Está basada en una historia real, y eso se nota, es demasiado especial para que haya salido de la nada.
No sabremos si besarnos en la cara o en los labios.

13. Me Voy De Casa
Descubrí este tema tarde, hará 2 o 3 años, cuando me compré el imprescindible boxset que incluía todos los discos de Mecano al verlo de oferta en la FNAC. Qué melodía más rara, qué forma de estructurar las frases y qué poco dura. De este álbum también me fascinó el bonus track, "Quiero Vivir En La Ciudad".
Al salir de casa dió un portazo tremendo, todos se quedaron sin la respiración.

12. Otro Muerto
Qué canción más triste y más cierta. Me pareció fascinante desde la primera vez que les vi cantarla en alguna entrega de premios o gala similar. (¿Quizá en esos Premios Amigo donde la Naranjo se quitó la peluca, quedándose calva, y Mecano anunció su disolución definitiva? Igual no ocurrieron el mismo año, pero en mi memoria asocio ambos hechos.)
Yo no sé ni quiero de las razones que dan derecho a matar; deben ser la hostia, porque el que muere, no vive más.

11. Un Año Más
Tanto seleccionar y acabo poniendo una de las canciones más típicas y sobadas de todo el repertorio de Mecano. Pero es preciosa, tan perfecta que no me importa escucharla cualquier día, aunque no sea 31 de Diciembre. Mecano eran expertos en coger algo cotidiano y describirlo tal cual es y que parezca mágico precisamente por eso: por su normalidad.
Y a ver si espabilamos los que estamos vivos, y en el año que viene nos reímos.

10. Héroes De La Antártida
Siempre me ha parecido fascinante este tema. Épico, pretencioso, muy electrónico, muy poco Mecano... y al mismo tiempo, 100% Mecano.
No hubo Dios ni hubo Reina, sólo nieves eternas en la Antártida.

09. Hijo De La Luna
No podía faltar. También sobadísima, pero se lo merece. Cogen una historia y la envuelven de una aura única, la convierten en una leyenda preciosa. Los fantásticos arreglos ayudan, claro.
Y si el niño llora, menguará la luna para hacerle una cuna.

08. El Uno, El Dos, El Tres
Empiezan las elecciones más personales. "Aidalai" es un disco casi perfecto (sólo sobra la espantosa "Bailando Salsa") y este tema sobre perder la magia emociona especialmente por su sinceridad. La verdad es que no fueron muy sutiles a la hora de avisar que Mecano terminaba.
Cuando no queda cerilla ya, es el dedo lo que arde.

07. Los Piratas Del Amor
Quizá es porque me machacaron con ella los del Club Disney, pero siempre he adorado esta canción, y desde que tengo Spotify, la he escuchado bastante y con cada escucha gana puntos. Es bastante hortera... pero eso no es malo. Esos coros...
Con la risa se forjó la cadena entre los dos.

06.
No tengo palabras para describir lo romántica que me parece esta canción. La voz de Ana está perfecta aquí, con esa fragilidad tan suya y esa vulnerabilidad al saberse absolutamente enamorada y en las manos del otro. Necesito imperiosamente hacer el amor un día con esto sonando de fondo.
Y hoy "yo" se dice así: tú, tú, tú, tú...

05. El Cine
Quizá os sorprenderá encontrar tan alta una canción que no fue single ni nada, pero la adoro desde crío. Hay que tener mucho talento para coger algo tan corriente (tan vulgar, incluso) como ir al cine, describirlo punto por punto... y convertirlo en algo tan fascinante. Quizá ésa es la gracia, que todos nos podemos sentir identificados.
No me ponga delante, ni tampoco detrás. 

04. Stereosexual
Siempre me ha gustado tantísimo esta canción que con el tiempo me ha sorprendido ir descubriendo que  casi todos la odian, ya sea por su producción over the top o por esa letra que podría entenderse de forma ofensiva. Yo no lo veo así. La letra me parece muy divertida, y a mí ponme unos coros pseudo-gospel y ya me tienes ganado. Siempre habían jugado con la gracia de que Ana cantase letras "masculinas", y aquí rizaron el rizo. (Por cierto, no sé vosotros, pero yo siempre he interpretado el final como que seguirá degustando el sexo anal, aunque sea con tías.)
Debí mezclar ayer hasta volverme maricón.

03. Naturaleza Muerta
Suerte que rescataron este temazo que Mocedades desaprovechó con una versión tan peñazo que pasó sin pena ni gloria. Le cambiaron la producción y consiguieron lo mismo que con "Hijo De La Luna": coger una triste historia de desamor y volverla épica. Magistral esa representación del mar como alguien que mata por celos. En los días tontos, me hace llorar.
Cuando hay tempestad, las olas las provoca Miguel luchando a muerte con el mar.

02. Una Rosa Es Una Rosa
Es muy, muy hortera, lo reconozco, pero algo debe tener para que me apasione tanto aun imitando el flamenco, un género que suelo ignorar. Quizá sea ese simbolismo del amor como una rosa: una flor preciosa y roja que te puede pinchar si no coges bien su tallo. Pero mira, esas heridas hacen que tu piel se vuelva más sabia.
Amar es el empiece de la palabra amargura.

01. La Fuerza Del Destino
Ésta no sólo me parece la mejor canción de Mecano, sino también la más bonita de la música pop en español. Tan exagerado y tan cierto como suena. Me gusta especialmente ese título tan poderoso para una historia de amor narrada de forma tan coloquial. Pero supongo que así son todas estas historias: normales y poderosas. Y siempre viene bien recordar que aunque las cosas no salgan como planeabas en el primer momento, eso no significa nada: si tiene que pasar, la fuerza del destino os hará repetir.
Tu corazón fue lo que me acabó de enamorar.

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Come fly with me


Lo bueno de las series británicas es que sus temporadas sólo tienen 6 capítulos, así que puedes ventilártelas en una tarde si te apetece (y si no son soporíferas, claro, como es el caso de -y lo siento porque me odiarán todos mis amigos que la disfrutan, que son muchos- "Misfits", la cual me provocaba una somnolencia instantánea de puro aburrimiento). En el caso de "Come Fly With Me", lo nuevo de Matt Lucas y David Walliams después de la genial "Little Britain", lo he dosificado un poco, pero vaya: la empecé a ver el domingo pasado en casa de Cloud y este viernes ya la había terminado. Nada que ver con el desafío de tragarse una temporada entera de 24 capítulos de alguna serie estadounidense. A los británicos no les gusta hacer perder el tiempo, y se nota.

"Come Fly With Me" nos cuenta el día a día en un aeropuerto a través de toda la gente que trabaja allí y de algunos de sus visitantes. No les ha salido tan redondo como "Little Britain", no han encontrado ni de lejos personajes tan carismáticos como Vicky Pollard, Andy y Lou, Daffyd, Emily Howard, Marjorie Dawes o Bubble Devere, pero aún así sorprende la cantidad y la variedad de gags, historias y personajes distintos (pero muy identificables) que han sacado de un entorno teóricamente tan limitado como un aeropuerto.


La idea es la misma que en "Little Britain": coger los tópicos y llevarlos al extremo, exagerar todas esas situaciones que hemos sufrido o que hemos presenciado hasta que te desternilles de risa, desafiar siempre el buen gusto y lo políticamente correcto. La mayoría de personajes están interpretados por los propios Matt Lucas y David Walliams, y como siempre las caracterizaciones son tan, tan buenas que consiguen que te olvides de que son ellos.

Por destacar algún personaje, destaco a Precious, la camarera nega que se inventa excusas para poder cerrar la cafetería cada día nada más abrirla. Su "We got coffee, we got tea, we got water, we got FIRE" es brutal. Las dos azafatas del mostrador de FlyLo, con su rivalidad disfrazada de amistad, son muy divertidas también. El azafato Fergal es un claro intento de conseguir un nuevo Daffyd; no lo consiguen, pero aún así su patético empeño en ser el mejor azafato provoca más de una risa. Hay cameos de famosos, claro, como Geri Halliwell o David Schwimmer (buenísima su escena, por cierto). La azafata de primera clase Penny nos brinda algunos de los mejores gags, como ése donde una ayudante de la Princesa Ana le aclara qué frutas le gustan a la princesa en la macedonia.


Pero como siempre, Matt y David brillan al retratar a los matrimonios desgastados, con sus mujeres tiranas y sus maridos sumisos. Ya en "Little Britain USA" me partía de risa con ese matrimonio donde la mujer no hablaba jamás y el hombre se dirigía a ella con una mezcla de tedio y devoción. Aquí, tenemos por ejemplo al matrimonio de pilotos: tras una infidelidad por parte de él, la mujer estudió y se examinó de piloto de avión para poder trabajar con él y tenerlo controlado. Sus gags son los mejores.

Y de la mano de otro de los matrimonios llega una de las pocas frases con gancho de la serie: "We had the Holidays from Hell" repite siempre Judith al llegar al mostrador después de unas vacaciones catastróficas. Son los típicos que siempre se quejan de todo, con el añadido de que ella no permite que el marido se explique, siempre lo interrumpe. Es de esos gags recurrentes que ganan cuanto más lo repiten. Imposible contener la carcajada cuando la sexta vez, Judith dice: "Hemos tenido, y no me voy a andar con rodeos, las Vacaciones del Infierno".


No perderé el sueño si no hay una segunda temporada, pero han sido 6 capítulos muy entretenidos y me ha entrado el gusanillo de volver a ver "Little Britain". Echadle un vistazo, en el peor de los casos sólo perderéis dos horas y media viéndola.

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Javier Montes - Segunda parte

Fue la reseña de esta "Segunda parte" en la revista Qué Leer lo que me llevó a hacerme con los dos libros de Javier Montes. Primero me leí "Los penúltimos", una joya de la que ya hablé aquí mismo hace unos días. Y aunque (por el argumento, el primer capítulo, la portada y en realidad todo) estaba convencido de que este segundo libro me gustaría mucho más, debo admitir que me ha decepcionado un pelín. La sinopsis es la siguiente:

¿Qué heredamos de los ausentes? ¿Cuánto –o hasta cuándo– está permitido echarlos de menos? ¿Hablan las cosas cuando desaparece su dueño? ¿Es más dulce el amor o su recuerdo? 
A traición –astuto como siempre o más inocente que nunca–, Rule aprovecha el momento cumbre de una boda en el campo para anunciar a Miguel su mudanza a Río de Janeiro. En Madrid, una anciana directora de cine prepara un remake de su primera película. Precisamente desde Brasil viaja el joven actor que sustituirá a Farley Granger, la estrella menor de Hollywood que la protagonizó en secreto. 
El riesgo del olvido y los peligros de la buena memoria; los castings para reemplazar un amor vacante; los padres que se modernizan sin dejar de ser terribles; la tentación dolorosa de nuevas oportunidades y segundas partes.

No es que segundas partes nunca sean buenas ("Segunda parte" no tiene nada que ver con "Los penúltimos"), pero creo que la historia daba para más, mucho más. No me suele ocurrir que a un libro le eche en falta 100 páginas, y menos hoy en día que apenas tengo tiempo y suelo optar por libros cortitos, pero en este caso ha sido así: me hubiera gustado leer más de Miguel y Fred y Patricia y los padres de Miguel y, claro, Rule. Supongo que en el fondo es bueno eso de que un libro te deje con ganas de más.

Javier Montes sigue con su habilidad única para captar lo único en lo cotidiano. No dice nada nuevo, pero lo dice de tal manera que parece que alguien te esté hablando por primera vez de todo eso. Utiliza un lenguaje llano, muy actual, para emocionarte como nadie describiendo exactamente cómo se siente la pérdida, cómo siempre el olvido parece imposible al principio, cómo se enfrenta uno tras la ruptura al proceso de aterrizar y seguir adelante.

La mirada de este escritor se fija en los detalles que a otros nos pasarían por alto, saca brillo a un simple gesto, un simple recuerdo, un simple paseo por el Madrid de siempre. Es increíble la sustancia que extrae Javier Montes de las minucias de nuestro día a día. Su prosa es tan sencilla como mágica, enlaza una emoción tras otra; se lee sola, como al beber limonada en pleno agosto. Sus diálogos son tan naturales y distinguen tan bien las voces de los personajes que parece que estés oyéndoles hablar, no leyéndoles.


Me ha gustado especialmente la relación entre Miguel y su madre. Después de dos gestos y dos frases entre ellos, te da la sensación de que ya los conoces de siempre, son parte de tu familia y comprendes muy bien su forma de entenderse. También tienes esa sensación con Rule y Miguel: nunca se dan demasiados detalles de cómo funcionaba su relación o cómo se conocieron siquiera, pero de algún modo, lo sabes.

En resumen: "Segunda parte" no es tan perfecto como "Los penúltimos", pero merece mucho la pena leerlo. Estaré muy atento a los próximo libros de Javier Montes.

Y como mis dos párrafos favoritos del libro están en sus últimas páginas y no quiero spoilearos el final, voy a poneros un trocito de una página aleatoria de "Segunda parte":

Los dos soñaban mucho despiertos: en eso como en otras cosas se parecían, aunque costaba verlo y a primera vista no podían resultar más distintos. Pero Rule soñaba para fuera y Miguel más bien para dentro. Las vidas paralelas de Rule eran prácticas y pedían ser llevadas a la práctica, aunque casi siempre se quedasen en nada. Miguel era más de estar en Babia de una forma que quizá había heredado de su padre: toqueteaba las ideas como quien palpa y no compra fruta en el mercado, mirando las que parecían maduras y podían pensarse a conciencia, olisqueándolas por la punta y sólo después de muchas dudas decidiéndose por una y guardándola todavía al fresco un tiempo antes de abrirla y probarla.

(Javier Montes, Segunda parte)

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It's always been inside of you and now it's time to let it through

Le decía el otro día a un amigo que, últimamente, "Firework" de Katy Perry me persigue a todas partes. Y es verdad, aunque no tiene mucho misterio siendo una canción y un vídeoclip tan recientes y exitosos que los machacan a diario en cualquier lado. Aún así, me gusta que para variar sea una canción tan optimista y que disfruto tanto la que machaquen. Que para dramas y canciones malas siempre hay tiempo.


Ir con mi amigo Jose es garantía de escucharla 100 veces: suelen ponerla allá donde pisa, te la pide en el iPod (y te arranca los cascos si él va durmiendo en el autobús y detecta que tú la estás escuchando), se la pide a nuestros amigos siempre que vamos en su coche, la canta de improviso en cualquier situación. Y te contagia ese entusiasmo suyo, y es una sensación fantástica verle tan entregado. "You just gotta ignite the light..."

A otro amigo que andaba medio de bajón hace unas semanas le pasé la versión acústica de Boyce Avenue y, días después, le dediqué con todo mi cariño la frase: "After a hurricane, comes a rainbow". La frase es un tópico como una casa, vale, pero también es muy cierta; a menudo nos olvidamos que no hay nada más cierto que los tópicos. Espero que él también lo viera así, que entendiera que poniéndole esa frase, de verdad me preocupaba por él y de verdad confiaba en ese arcoiris. Y que supiera que no lo decía por decir: me gusta verle brillar. "Cause there's a spark in you..."

La actuación de Rachel en Glee dejándose el alma al cantar "Firework" para mí fue El Momento del capítulo de San Valentín. Lo primero es lo primero: mimarse a uno mismo; lo demás ya llegará. Pero a lo que iba: la entrada de hoy viene por un cuento de Oscar Wilde. Ya he mencionado que estos días estoy releyendo sus obras, intercalándolas con otros libros. Pues bien, en el volumen de Cuentos Completos, hoy he descubierto un relato que no recordaba para nada y que precisamente confirma eso de que "Firework" me persigue.


Se titula "El insigne Cohete" (The Remarkable Rocket). No sé si los escritores de "Firework" leerían este cuento antes de componer la canción, pero su letra resume perfectamente la moraleja del cuento. No se puede estar afligido, hay que mostrar al mundo con orgullo todo lo bueno que siempre has tenido en tu interior: es tu misión iluminar el cielo y dejar a los demás boquiabiertos. "Make 'em go oh-oh-oh..."

"El insigne Cohete" es un cuento triste, porque nos explica la historia de un Cohete que, de tanto dejarse llevar por el drama, no puede cumplir su misión de brillar en el cielo. Mientras los demás cohetes y fuegos artificiales festejan una boda real, prendiendo la noche de mil colores, este Cohete está tan preocupado por la posibilidad de que en el futuro los novios sufran y sean desdichados, que llora, y sus lágrimas empapan la pólvora, así que cuando llega su turno fracasa estrepitosamente: la mecha no se enciende. Pasados los festejos, el servicio de limpieza lanza el Cohete fallido a un charco de barro. Acaban recogiéndolo unos niños, que lo confunden con una rama seca, y antes de marcharse lo tiran a una hoguera. Allí, por fin, se enciende la mecha del Cohete y éste puede volar e iluminar el cielo... pero por desgracia ya no queda nadie para disfrutarlo. (Si os apetece, podéis leer el cuento completo aquí.)


Y con esto de los cohetes y los petardos, siempre me acuerdo del castell de focs de la Fiesta Mayor de Sitges (mi pueblo). No serán como el 4 de Julio, pero impresionaban igual: en Sitges, las noches del 23 de Agosto eran la mejor noche de todo el año. Íbamos a la playa, la arena ya estaba fría, el Paseo Marítimo rebosaba de gente y todos sonreíamos nerviosos, como niños, como si fuera la primera vez. A las 23:00, puntuales, se apagaban las luces, ya sólo intuías la silueta de la iglesia junto al rompeolas. Y justo entonces empezaba media hora de puro espectáculo: fuegos y luces y cohetes y chispas y galaxias y palmeras de todos los colores iluminando el cielo y el mar.

Y me acuerdo de mi abuela, para quien esos espectáculos pirotécnicos sólo merecían la pena cuantos más petardos hubiera y más fuerte explotasen. Le encantaban las tracas finales (especialmente las de Sitges, claro): aplaudía con cada "¡pum!". A mí entonces aún me daban miedo, temía que mi corazón reventase con alguna de las muchas detonaciones. Pero con el tiempo he aprendido a disfrutarlas. Ahora sé que un castillo de fuegos artificiales sin una buena traca final no es lo mismo. "Boom, boom, boom, even brighter than the moon, moon, moon..."

Ya hace demasiados años que no voy a ver el castell de focs de Sitges. Espero ponerle remedio.

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That sexy smile... you don't fool me


El hombre más guapo que veré en todo el día cobra vida. Es una fotografía colgada en un panel publicitario de la estación de metro de Plaza España. Me recibe mirando al horizonte; el sol del atardecer le baña la cara. Luego me ve y sonríe, finalmente me guiña un ojo. Mientras las escaleras mecánicas me alejan de él, vuelve a sonreír y acaba por desviar otra vez la mirada hacia el horizonte, hasta que dejo de verle. No habla, no es un vídeo-póster como los de "Minority Report", pero casi: se trata de un holograma de tres posiciones. Mirada, sonrisa, guiño.

No es más que la llamativa publicidad del centro comercial Maremagnum. Al ver este póster en movimiento me he dicho: "¡Pues claro!". Porque justo esa mañana, de camino al metro, estaba pensando en sitios a los que podría llevar a alguien que no fuera de aquí, sitios que me gusten especialmente porque no querría enseñarle Barcelona, querría enseñarle mi Barcelona. Pero no conseguía acotar qué es para mí eso de "mi Barcelona". Ha sido al ver el póster y recordar el Maremagnum, cuando me han venido a la mente, de golpe, todos los rincones de esa Barcelona mía. El Maremagnum es uno de ellos, por supuesto: no el centro comercial en sí, sino toda la zona: el final de las Ramblas, el puente levadizo, los muelles a lo lejos, el mar, Colón vigilante, las gaviotas y los peces, el puerto deportivo, la gente yendo y viniendo con gafas de sol, la espectacular entrada al centro con los espejos.


Este panel publicitario siempre se adelanta a mis pensamientos. Me recuerda que las soluciones siempre están delante de las narices. A menudo, de pensar tanto en algo, dejas de verlo. Se trata de este panel en concreto: en un rincón del vestíbulo de Plaza España, a mano izquierda, antes de tomar las escaleras mecánicas. La película que tengo que ver, el lugar donde encontraré justo la ropa que buscaba. Cuando se acercaban las elecciones, por ejemplo, y no sabía a qué partido votar porque a todos les encontraba pegas (estaba empeñado en eso, mira), en ese panel colgaron la propaganda del partido que en realidad siempre había tenido intención de votar. Pues claro.

Y a finales de diciembre y principios de enero, cuando mi cabeza hervía de ideas y sentimientos, y me agobiaba al no poder verterlos de ningún modo (chapoteaban en desorden dentro de mi cerebro y se iban hundiendo poco a poco), colocaron allí publicidad de un curso de escritura creativa. ¡Pues claro! No me apunté al curso (era carísimo), pero sí me animé, después de muchos años donde ya sólo lo hacía de forma muy intermitente, a escribir otra vez. Claro que sí. Y cuánto me alegro de estar escribiendo de nuevo: retomé mis novelas con fuerzas renovadas y abrí una nueva etapa en este blog, de la que estoy especialmente satisfecho.


No me fijo en estos pósters al volver a casa: sólo lo hago por las mañanas. Cuando estoy más receptivo, quizá. Yo, que a menudo alardeo de no dejarme llevar por modas ni anuncios (aunque en realidad nadie escapa del poder de la publicidad, nos demos cuenta o no: ya lo advierte Miranda Priestly en la escena del jersey azul cerúleo de "El Diablo Viste de Prada"), descubro mis ideas guiadas por un panel publicitario. Supongo que todos, por muy independientes que nos consideremos, al final siempre necesitamos algún tipo de talismán absurdo (como todos los talismanes, vaya) que nos dé fuerzas o nos recuerde el camino correcto. Ya sea el tarot, el psicólogo, un panel publicitario o los consejos de una amiga tras un par de gintonics. Lo malo es que pronto dejaré de pasar por delante de este panel. Pero confío en encontrar un nuevo faro. Hasta entonces, disfrutaré de la sonrisa holográfica de este hombre que me alegra las mañanas, bañado él por el atardecer de mi Maremagnum.

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Before Sunset / Antes del atardecer

I remember that night better than I do entire years.

Ya dije que habría una entrada dedicada a la secuela de Before Sunrise, y aquí está. Como siempre, no escatimaré en spoilers, así que si todavía no la habéis visto (o peor, si ni siquiera habéis visto Before Sunrise)... vedla/s, merece la pena. Reconozco que "Antes del atardecer" es una película en la que cuesta entrar. Estrenada 9 años después, con los mismos protagonistas y el mismo director, y aprovechando el tiempo que ha pasado en la vida real y lo que han vivido los propios actores para construir y enriquecer la película, "Antes del atardecer" rompe el prejuicio de "segundas partes nunca fueron buenas", aunque le cuesta hacerlo.

Y le cuesta porque para empezar rompe en mil añicos la magia del final de la primera parte (ese "¿se reencontrarán?" que te deja entre esperanzado y triste), pero sobre todo porque huye de romanticismos. Uno desearía que el reencuentro de Jesse y Céline fuera apasionado, que después de 9 años sin verse se fundieran en un abrazo primero y después en un morreo de hora y media, y pusiera THE END y salieras del cine satisfecho. Pero no. Jesse y Céline ya no son los mismos, y en las primeras escenas, la tirantez entre ambos es más que evidente, incluso incómoda. La llama sigue ahí, agazapada en un rincón, pero no acaba de reavivarse. Los reencuentros son así en la vida real: el tiempo ha pasado, las personas han cambiado, y precisamente porque apetecería decir tantas cosas, uno no se atreve a decir ninguna y sólo habla de banalidades, con la esperanza de que esas banalidades lleven a alguna parte.


Esto se une al hecho de que la película transcurre en tiempo real: Jesse tiene una hora y veinte minutos para ir al aeropuerto, y eso es exactamente lo que dura la película. Escena a escena, sufres por ver cómo el tiempo se les escapa. La primera parte ya jugaba con la idea del tiempo que se escabulle sin remedio, pero esta vez es mucho más urgente: no pueden desaprovechar esta segunda oportunidad. Y encima, descubres enseguida que la vida los ha transformado: ya no son los adorables jóvenes románticos e idealistas de "Antes del amanecer". Ahora son más maduros, pero también un poco más estúpidos (sobre todo ella, debo decir). Hablan de temas más profundos (que no más importantes), pero también lo hacen de una forma más desencantada. Intentaron cambiar el mundo y el mundo les cambió, intentaron enamorarse y no les salió muy bien tampoco (ella tiene un novio del que prefiere no hablar mucho, él está atrapado en un matrimonio del que sólo adora a su hijo).

Lo bonito es comprobar cómo poco a poco esa frialdad inicial se va desvaneciendo. Cómo esa indiferencia fingida se diluye hasta que los dos, por fin, tienen que admitir lo que significó para ellos aquella noche que pasaron juntos, todo lo que recuerdan y cómo lo recuerdan. La escena del coche es tremenda en ese sentido, con ese guiño a la escena del tranvía de la primera: Jesse está hablando y Céline intenta tocarle, pero no se atreve, como tampoco Jesse se atrevió en su día a romper el hechizo de Céline hablando.


Ethan Hawke publicó un par de libros durante los 9 años que transcurrieron entre ambas películas (uno de ellos, "Estado de excitación", se publicó en España con un fotograma de "Antes del amanecer" como portada), y eso lo trasladan al personaje: ahora es escritor, está presentando en París su última novela, y de hecho está basada en lo que vivió con Céline y la escribió con la esperanza de reencontrarse con ella.

Entre tanto, Julie Delpy grabó un disco y tres canciones del mismo están incluidas en la banda sonora: "Je T'aime Tant", "An Ocean Apart" y la genial "A Waltz For A Night", también inspirada por la historia de "Antes del amanecer", y que sirve como punto clave de la escena final. Céline le ha abierto las puertas de su casa a Jesse y le canta esta canción acompañada de su guitarra y así, por fin, se sincera: ella también le ha echado de menos.






De la escena final, sin embargo, me quedo con los últimos momentos, que en mi opinión son un guiño a la escena de la cabina en la tienda de música que ya destaqué en la entrada de "Antes del amanecer". Jesse pone en la minicadena una canción de Nina Simone, "Just In Time". Ya no están en un sitio desconocido de una ciudad desconocida intentando rellenar las horas escuchando un disco que no saben ni cómo es. Están en París, en casa de Céline, escuchando una canción que les gusta a ambos y hablan tranquilamente de Nina Simone y su peculiar forma de actuar en los conciertos: no tienen que preocuparse ya del tiempo, porque está claro que Jesse se va a quedar, así que ella baila y él la mira embobado y la película se cierra con las dos frases más románticas y cargadas de significado de toda la película:

-Baby, you are gonna miss that plane.
-I know.

Dicen que podría haber una tercera película, reflejando el paso de los años de la pareja. Me da miedo reencontrarme con ellos, pero también me muero por ver el resultado.

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Your goodnight kiss felt like a ghost

No recuerdo su nombre, sólo su nick: Chinarro. Tiene una sonoridad basta, y sin embargo lo recuerdo con cariño. No fue mi novio, ni siquiera fue mi amante, y al mismo tiempo fue el novio y el amante más perfectos que he tenido (entendiendo por perfección aquello que nunca se estropea; aunque lo cierto es que hay cosas mucho mejores y más interesantes y disfrutables e intensas que la perfección: 7 años lo corroboran). En realidad, Chinarro sólo era el "amigo" -todo lo amigo que puede ser alguien con quien has chateado por IRC algunas noches- en cuya casa me alojé la primera vez que estuve en Madrid, aquel enero de 2001. Encontré el edificio, en pleno Leganés, sin dificultad. Es curioso cómo en aquella época nos orientábamos perfectamente sin necesidad de consultar el GPS de nuestro smartphone: dos garabatos en un papel eran suficiente mapa.


El caso es que esos días, Chinarro tenía a su madre en el hospital, así que no podía acudir al evento que de verdad me había llevado a Madrid: una quedada de la gente de un foro y un canal de chat que yo había creado. (Otro día quizá hablaré de todo aquello.) Intercambiamos cuatro frases, como viejo amigos que no necesitan perder el tiempo en formalidades, dejé la maleta en su casa y me despedí con prisas hasta la noche, el resto del día lo dedicaría a la quedada. Y así lo hice. Volver a Leganés de noche no fue tan fácil, e incluso me equivoqué de autobús y acabé perdidísimo, bajo la lluvia intermitente, sin batería en el móvil, con las calles desiertas y cabinas rotas que inspiraban de todo menos confianza. Pasé un poco de miedo, pero tras media hora deambulando, encontré la casa otra vez. Lo dicho: entonces nos orientábamos mejor.

Al llegar, Chinarro me recibió con un abrazo muy fuerte, como el que le habría dado Penélope a Ulises si las cosas hubieran sido de otra manera y aún le hubiera echado de menos y se alegrase de tenerle de vuelta en Ítaca. Con él pasé una de las noches más extrañas y más bonitas de mi vida. Como siempre ocurre con las mejores conversaciones, hablamos de todo y nada. Bebíamos no recuerdo qué alcohol, a sorbitos, como con miedo de acabarlo demasiado pronto o de emborracharnos demasiado deprisa y dejar de disfrutar de aquello. Hablamos de mi historia y mi fiasco con P, de los problemas que tenía él con su novio, de nuestras experiencias y primeros escarceos. Hablamos, claro, de su madre enferma, de las enfermedades en general, de la muerte y el miedo a la muerte. Hablamos de la gente de la quedada, gente a la que intuíamos que él no llegaría a conocer, aunque dijéramos: "Seguro que te caerán genial", "Sí, tengo ganas de conocerles". Acurrucados en su sofá y siempre escuchando la lluvia contra la ventana, parecíamos una puta película de Isabel Coixet.


Cuando ya eran las tantas, hizo un colacao para los dos y calentándonos las manos con las tazas humeantes, nos dispusimos a ver algunas escenas de la serie que nos había unido. Pero a los cinco minutos, ya no prestábamos atención a la pantalla. Con la gente que merece la pena, lo que te ha unido es sólo una excusa, es absurdo aferrarse a ello cuando la conexión va mucho más allá. Seguimos hablando de muchas cosas que en aquella época, con 18-19 años, nos parecían trascendentes. Pasamos del amor a la política, del sexo a la música. Puede que incluso habláramos de lo que escribíamos, de literatura. En resumen: jugábamos a hablar como adultos. Éramos muy, muy distintos, opinábamos muy diferente en todo, o en casi todo. Pero allí estábamos, compartiendo sofá y risas y colacao y lluvia.

Nos dimos un beso fugaz antes de acostarnos. Ya nos habíamos cepillado los dientes, cada cual se iba a su habitación y entonces me dijo: "Ven". Y fui. Él se tumbó en la cama de sus padres, iba en calzoncillos. Yo supongo que también, no me acuerdo pero no suelo llevarme pijama cuando voy de viaje. Me abrazó y, sonriendo, sin decir nada ni pedir permiso, me besó. Fue un beso corto y dulce, como todos esos besos inesperados que no has tenido que trabajarte y que, curiosamente, suelen llegar de golpe cuando más los necesitas (sin que sepas que van a llegar, sin que sepas que los necesitas: ahí está la gracia). Me encanta la cara, apenas un segundo después del beso, de quien te ha besado: traviesa, como diciéndote "Pues sí, lo he hecho". No sé si la cosa podría haber ido a más, pero Chinarro dijo: "Buenas noches". Y yo lo repetí: "Buenas noches". Volví a mi cuarto.


Antes de marcharme a la mañana siguiente, me regaló un móvil que le sobraba ya que el mío empezaba a funcionar fatal. Chinarro y yo no volvimos a vernos, de hecho perdimos el contacto al cabo de poco tiempo, cuando él desapareció del foro. Por algún motivo, me dio mucha pena desprenderme de aquel Motorola suyo y de hecho, aunque ya no lo usaba, durante varios años lo guardé en un cajón, pero se perdió durante una mudanza. Lo metí en una caja y, al volver a abrirla, ya no estaban allí. Las cosas importantes siempre se pierden de la forma más tonta.

Ya lo he dicho al principio: sin ser nada de todo eso, Chinarro fue el novio y el amante perfectos. Hablamos mucho, no discutimos nunca, compartimos cosas buenas durante una noche eterna, no llegaron las infidelidades ni la desgana de sexo, nos despedimos sin dramas, soy capaz de recordar nuestro último beso. No fuimos absolutamente nada, lo nuestro duró justo lo que tenía que durar. Pero la vida no es perfecta, y quizá por eso nos gusta tanto. Quizá por eso no guardo esta historia en el cajón de los buenos recuerdos. Aquello fue bonito, pero también irreal, y prefiero la realidad antes que la perfección. Prefiero recordar 7 años muy bonitos que acabaron mal que una noche perfecta. La perfección, como la vida eterna, conlleva aburrimiento. Es más interesante disfrutar de las cosas imprevistas e imprevisibles que llegan, dejarse llevar por ellas, disfrutarlas con toda su intensidad, sin pensar en una hipotética caída. El puenting no sería tan emocionante si no existiera un mínimo riesgo de que algo falle, ¿verdad?

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Sun melting the fake smile away


Desde luego, no es lo mismo querer estar bien que estar bien. No es lo mismo forzar una sonrisa que sonreír. Beber un batido que disfrutarlo.

Al salir de una mala época, necesitas contrarrestarla con fiesta y felicidad. Te colocas una máscara y sales más, quedas con amigos, te obligas a reír a carcajadas, conoces gente, saltas, cantas, decides redescubrir rincones de tu ciudad, vas a conciertos a los que no habrías ido, haces mil y un planes, seleccionas canciones vitalistas en el iPod y dices que eres feliz. Tus estados de Facebook parecen eslógans de un anuncio de compresas. Y como es lógico, todos se alegran de verte bien otra vez. Ya tocaba.

No deja de ser una euforia artificial, pero también es el preludio a ese maravilloso día en el que, por fin, la sonrisa se cuelga sola de tu cara, sin que tengas que invitarla ni darle permiso. Te miras al espejo y tardas un segundo en reconocerte. Habías olvidado esa expresión, ese brillo en los ojos. Y te gusta, y la gente nota ese cambio, y te gusta que lo noten. De vuelta a la casilla 1, feliz de poder tirar los dados porque tienes la certeza absoluta de que te saldrá un doble 6. No puede ser de otra manera.

Curiosamente, llevo así desde hace un par de semanas, pero lo cierto es que no fui consciente hasta que ayer, tras una agradable cena con unos amigos y en medio de una fiesta de SingStar y Just Dance, recibí un mensaje que me hizo sonreír. Sin dificultad, con la naturalidad de antaño: mis labios recordaron cómo se dibuja una sonrisa, y la dibujaron, y me sentí muy bien. El mensaje no decía nada especialmente emotivo, sólo hablaba de Jurassic Park. Pero lo que no consigan los dinosaurios...

But me, I'm feeling pretty good as of now
I'm not so sure when I got here or how
Sun melting the fake smile away
I think, you know, I'll be okay

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Javier Montes - Los penúltimos

Lo decía el otro día: me gusta comprar libros por impulso, guiado por poco más que una reseña. Como es lógico al ser librero, mi proceso de "comprar libros" ya no es tan romántico como antaño (no tengo que ir a la tienda y revolver entre mil estanterías: los pido directamente al distribuidor, espero un par de días a que me lleguen y me los llevo a casa sin pagar). Pero al fin y al cabo, lo que importa es el libro. Abrirlo y sumergirme en sus páginas, ser uno más de los personajes (uno silencioso, eso sí).

"Los penúltimos" lo compré de rebote, al leer una prometedora crítica del nuevo libro del autor, "Segunda parte" (que también me compré y aún no he leído). Estaba hojeando la Qué Leer en busca de novedades de literatura oriental y no encontré ninguna, así que cotilleé por curiosidad el resto de novedades y comentarios. Y, claro, además de lo interesante que parecía ese libro por lo que decía la crítica, me enamoré de esta foto:

Que sí, que Chris Evans y Gerard Piqué son mis mayores mitos eróticos, pero nada me pone tanto como alguien que escribe y encima está tan de buen ver. Y si ya encima escribe bien, como es el caso de Javier Montes (o de Paolo Giordano), gloria.

De "Los penúltimos", antes de empezarlo, ya me apasionaba el título, me apasionaba la portada y me apasionaba la sinopsis:

Hace tiempo que la actriz sin nombre –o con demasiados nombres– que protagoniza esta novela dejó de creer en lo que la gente se dice con palabras. Pero no ha renunciado a inventar trucos turbios para esquivar la soledad y encontrar una manera de comunicarse y hasta de amar a su medida: según sus propias reglas y durante una única noche de amor –eterna mientras dura, como en los cuentos– en la que droga y duerme a sus elegidos.

Su método bien ensayado falla cuando conoce a Pedro, un chico que habla poco pero no se resigna al papel sin frases que le impone. Así empieza una historia apasionante de búsquedas y pérdidas por un Madrid misterioso y nocturno, poblado de personajes que sienten en la espalda el roce triste de la soledad y huyen, cada uno a su manera, hacia adelante. Lo dice la protagonista: “Hacia dónde más se puede huir”.

Una historia de las que tanto me gustan: encuentros y desencuentros de gente solitaria, dos personas que se necesitan pero no saben o no son capaces de darse cuenta. Capítulo a capítulo, vamos conociendo fragmentos de las vidas de Pedro y de la actriz, vamos encariñándonos de su torpeza vital, su autismo sentimental. No son personajes, son personas de carne y hueso, atrapadas en una vida que es la única que saben vivir. Huyen hacia adelante, sí, pero es que volver sobre sus pasos también sería seguir huyendo. Apenas hay cuatro personajes secundarios, pero también de ellos te encariñas.

El estilo de Javier Montes no se anda con florituras. Su lenguaje es coloquial, es muy de repetir palabras y usar expresiones extrañas y comparaciones chocantes que, sin embargo, encajan como la pieza del puzzle que faltaba. Es de esos escritores capaces de jugar con el lenguaje para hacerte sentir una congoja muy dulce, una melancolía que se te engancha página a página, como lluvia fina. No llegas a llorar, pero casi, siempre casi. Os lo recomiendo sin dudarlo ni un segundo. Ahora, a por esa "Segunda parte".

Os dejo con mi fragmento favorito de la novela:

Enseguida había visto que era buen arreglo seguir a la chica: estar con ella sin estar del todo, tenerla a la vista y olvidarse de lo demás para poner todo el empeño en no perderla de vista. Seguirla porque sí era algo que hubiese podido hacer mucho tiempo: resultaba mayor el gusto de hacerlo que la curiosidad por ver dónde acababan, en el fondo.
(...)
Ahora se daba cuenta: la había perseguido, al final. Ya no bastaba con seguirla. Eran muy diferentes una cosa y otra, claro, porque se persigue para alcanzar.

(Javier Montes, Los penúltimos)

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When you know the notes to sing, you can sing most anything

Se puede vivir sin música. Os lo confirmo yo, que estuve un par de semanas sin escuchar ninguna canción porque todas se sentían como baldosas temblequeantes de un suelo que se derrumba. Quizá sería más apropiado decir que se puede sobrevivir sin música. Porque, desde luego, como se vive mejor es rodeado de canciones. Sin música, es imposible disfrutar del mero hecho de estar viviendo.

La tienda parece más llena con su hilo musical de fondo ("mejor algo suave en plan The Corrs, Elton John o Enya, no te pases", me digo siempre cuando empieza a sonar "One" de los Swedish House Mafia), mi habitación es más acogedora si puedo dejarme la voz acompañando los berridos de Marilyn Manson o Céline Dion, las calles las recorro más a gusto con unos auriculares cantándome al oído.

Barcelona parece más viva, el plató de un vídeoclip en el que yo soy el único protagonista. Subo las escaleras mecánicas del metro al ritmo de "Get Outta My Way" de Kylie, me dejo perder en la noche con "Wonderful Life" de Hurts. El mar sabe a Coldplay, las Ramblas huelen quizá a Pastora. Plaza España, por supuesto, sólo es de Freddie Mercury y Montserrat Caballé desmelenándose con la elegancia de "Barcelona". LCD Soundsystem me hacen llegar puntual, "Sexy Bitch" también; el subidón de "Hombres" de Fangoria me lo reservo para cuando bajo del autobús y me golpea el aire frío de Gran Vía, mientras que "No sé qué me das" podría escucharla en cualquier rincón, como el viento cuando cruza la ciudad, mi ciudad. "Die Another Day" es para esos días en los que me gustaría caminar y caminar, sin parar, hasta agotarme. Y cuando hace mucho sol y sólo me apetece sonreír, nada mejor que "Beautiful Life": la de Ace of Base o la de Jose Galisteo, da igual, ambas me dan el chute de vitalidad que necesito. Porque sí, la vida es bonita. Siempre.


Y nunca me acostumbraré a escuchar Mecano por Barcelona (son -suenan- tan madrileños), pero "La fuerza del destino", además de la mejor canción en castellano de la historia, es el acompañante ideal para esos paseos en los que no vas a ninguna parte, sólo en busca de tu futuro. Y escucharla el pasado fin de semana en Madrid, por fin, en sus calles y en sus plazas y en su metro, fue la hostia: me aferraba a cada nota con una fuerza nueva. "Nos vimos tres o cuatro veces por toda la ciudad..." En la ducha tarareo horteradas como "Addicted to you" de Shakira, porque a David Bowie me lo reservo para ocasiones especiales (para escribir, por ejemplo; me encanta escribir con su voz única de fondo: muy suave, pero creando atmósfera). Se folla bien con "I'm A Man" de Black Strobe, pero algún día me gustaría hacer el amor con "The First Time Ever I Saw Your Face" y fundirme en otros brazos, como en una película. Y nadie cura las heridas como Whitney Houston; "I Didn't Know My Own Strength" hace maravillas. "Happy Ending" de Mika no cura, pero consuela, que ya es mucho.

A veces, un olor o una acción los asocio con canciones. Me acuerdo de los domingos que me bañaba en Sitges escuchando "For Your Own Good" de Pet Shop Boys o, cuando era mucho más pequeño, la banda sonora de "Sonrisas y lágrimas" en un cassette desgastado en el que Julie Andrews ya no sonaba exactamente como Julie Andrews. Son melodías que me transportan al agua tibia y al jabón de entonces. Los desayunos me recuerdan a Aqua, a cuando desayunaba cada día (no como ahora, que casi nunca lo hago, sólo de viaje o en casas ajenas) antes de ir al instituto y sus canciones me acompañaban.

Y pasear una vez al año por la calle del Pecado de Sitges (Dos de Mayo para quien se guíe por lo que pone en las placas) es volver a los tiempos de "Oye" del disco Gloria!. Ir a Arena es pensar en Mónica Naranjo, claro, aunque ya casi nunca la pongan porque los años no pasan en balde y ni las discotecas ni yo somos esos adolescentes que bailaban en non-stop "Desátame", "Las campanas del amor", "Entender el amor" y algún remix de "Sobreviviré". Ahora toca petardear con Lady Gaga y Katy Perry y Rihanna y Cheryl Cole y David Guetta (y yo encantado). Si pienso en mi boda, pienso que entraré al ritmo de la intro de "Left To My Own Devices", pero en mi funeral quiero que me despidáis con, entre otras, el cover de "Run" de Leona Lewis. "And we'll run for our lifes..." Las acrobacias vocales de la despedida.


Muchos ex no lo saben, pero más que el recuerdo de sus besos o un corazón roto, me dejaron de herencia algunos de mis grupos y cantantes favoritos. Me aficioné a Madonna, Marilyn Manson, Pet Shop Boys o Roxette porque, durante aquellos abandonos, me gustaba machacarme con la música que escucharía el otro, como si aquello me acercase a él y casi pudiera acariciarlo cantando "The Power of Good-Bye" o "Wish I Could Fly". Pero sucedía todo lo contrario: acostumbrándome a esos discos y canciones, empezando a coleccionar la música del cantante o del grupo, sentía que la ruptura quedaba lejos y el futuro se acercaba un poquito más. Seguía adelante, vaya.

Tengo una canción para cada persona que forma o formó parte de mi vida. Amigos, ex novios, rolletes más o menos serios, antiguos compañeros de clase o de trabajo, familia... Todos tienen su propia canción, escucharla me recuerda a ellos, y siempre es una sensación bonita saber que cierta canción me recuerda a alguien, aunque ese alguien esté en otra parte, recorriendo otros caminos que la vida le ha tendido. Algunos ya la saben, otros supongo que se la imaginarán, muchos no tendrán ni idea. Y algún día espero poder decirte a ti cuál es tu canción.

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We've seen the outcome of the boys who didn't fly

"HUID", advertía el cartel de la entrada del parque abandonado. El chico pasaba por delante cada tarde al volver del instituto. Siempre le fascinaban esos muros, altos e imponentes, cubiertos de hiedras tan verdes que parecían de plástico. Bordeaba el muro deleitándose en cada paso, imaginando cómo sería el parque que contenían aquellas piedras coronadas de pinchos. Imaginaba árboles frondosos y riachuelos y un puente y flores y el rumor de los insectos invisibles y fuentes y un caminito que llevaba a un rincón secreto donde leería un buen libro sin temor a ser interrumpido. Pero justo en el punto culminante de esa fascinación que sentía, siempre chocaba con el dichoso cartel: "HUID". Y huía.

Tardó meses en atreverse a hablar con alguien acerca del parque. Preguntó cómo era, o cómo había sido. Cualquier detalle le servía.
-Sólo hay zarzas que pinchan y sus rasguños nunca se curan -le dijo su madre-. No entres nunca.
-Es muy peligroso, por la noche van allí los lobos a cazar -le dijo su padre-. No te acerques siquiera.
-En el centro hay un estanque tan podrido que su mero olor te envenena -le dijo un profesor-. Suerte que lo tapiaron y ya nadie puede entrar allí. Huye.

Pero aquellas advertencias sólo estimularon la imaginación del chico. Quería ver aquellas zarzas, aquellos lobos, aquel estanque. No era tanto el magnetismo del peligro como una sensación extraña de pertenecer a aquel lugar al que todos los demás le habían dado la espalda. Se dispuso a encontrar una forma de entrar. La puerta era de hierro macizo y la protegía un candado tan grande como el pie de un gigante. El candado estaba frío y en su tacto áspero, el chico intuyó lágrimas lejanas y un silencio demasiado extenso. Pero parecía imposible de forzar.

Optó por empezar a escarbar el muro entre las hiedras; quitaría una piedra tras otra hasta crear un hueco lo bastante ancho como para colarse por él. No resultó tan difícil como creía, llevado por la excitación trabajó rápido. Pero cuando estaba a punto de quitar la última piedra, esa que le permitiría por primera vez observar el parque al otro lado del muro, se detuvo. Sintió que no era justo entrar así, a hurtadillas. Si el parque era tan importante para él como intuía, tenía que entrar por la puerta principal.

Acudió al herrero del pueblo. Éste accedió a fabricarle una llave a cambio de un ejemplar de la extraña flor que se decía que antaño crecía en lo más profundo del parque. Era blanca y se llamaba Edelweiss.
-En realidad no creo que la encuentres -dijo el herrero-, hace muchos años que la maleza habrá acabado con todas las flores.


Durante siete días y siete noches estuvo el herrero trabajando en la llave. El chico le ayudaba como podía: acercándole las herramientas, atendiendo recados, cocinando y encendiendo el horno para fundir el hierro. Cuando hubo terminado la llave, el cerrajero se la tendió. Pesaba mucho y todavía estaba caliente.
-Muchas gracias -dijo el chico-. Le prometo que le traeré una de esas flores, una Edelweiss.
Y ya se iba, cuando el cerrajero le tendió un pequeño saco atado con una cuerda.
-No lo abras aún -le dijo-. Cuando necesites su contenido, lo sabrás.
Se despidieron.

El chico se sorprendió de la facilidad con que la llave se deslizó en la cerradura del candado, la facilidad con que giró. Sonrió con el chasquido y, por algún motivo, le pareció perfectamente normal que, liberada del candado, la puerta se abriera sola, como dándole la bienvenida. Entró. O sería mejor decir que se adentró.

El parque era un páramo. No se podía definir de otra forma. Cuatro arbustos se atrevían a navegar en el barro que lo cubría todo. Una mancha más oscura en el centro debía ser el famoso estanque: desde la entrada le llegaba su olor pestilente. Dio un paso más y gritó cuando algo le arañó el brazo y la pierna: las famosas zarzas. Los raguños escocían, pero el dolor se calmó un poco aplicándoles saliva. Siguió explorando los troncos muertos, las piedras mohosas y las maderas rotas que quizá fueran lo único que quedase de ese puente que había imaginado. Por supuesto, no había ni rastro de la Edelweiss, la flor blanca que le había pedido el herrero. Pasaron las horas y llegó la noche y un aullido se levantó a lo lejos: quizá el viento, quizá los lobos.


Lejos de asustarse, el chico se sentó en una piedra lisa, dispuesto a pasar la noche. Se sentía bien allí, en el lugar sobre el que todos -es decir: todos menos el herrero- le habían advertido. Llenó el silencio hablándole al parque muerto de sus sueños y del instituto, de sus planes, los miedos que lo inmovilizaban a veces, lo que opinaba del amor y la muerte, sus comidas favoritas y el último libro que le había gustado (aunque fuera un poco raro porque se lo había recomendado un profesor). Y el parque muerto le contestaba con el temblor de los arbustos y el burbujeo del estanque, le calentaba con la luz de la luna y le acunaba con las dulces corrientes de aire.

Llegó el amanecer como siempre llega: un poco de imprevisto, pero un imprevisto alegre, como el reencuentro con un viejo amigo. El chico se puso en pie con decisión y usó esa misma decisión para trabajar durante meses. Limpió los rastrojos y las zarzas y los arbustos secos, secó el barro para que volviera a crecer la hierba, plantó nuevos árboles, purificó el estanque y puso en él peces tropicales de colores intensos, domesticó a un lobo para que protegiera el lugar y le hiciera tanta compañía como un perro, colocó una estatua y un camino de piedra que llevaba hasta ella, diseñó una elaborada fuente de la que brotaban chorros pizpiretos, reservó un rincón secreto en el que poder leer cómodamente, reconstruyó el puente y lo pintó de un rojo más intenso, para que al cruzar el riachuelo no supieras si mirar el agua cristalina o la madera reluciente. Gracias al trabajo de sus manos, el parque recobró el esplendor de antaño.

Al acabar, el chico abrió el saquito que le había dado tiempo atrás el herrero, aunque para entonces ya se imaginaba lo que contenía: semillas. Claro. Las sembró, las regó con mimo. Tímidamente, el parque movió la ramas de los nuevos árboles en señal de agradecimiento, y le sonrió meciendo la hierba renacida. El chico se sentó en la misma piedra del primer día, cruzado de piernas, y se llenó los pulmones del aire limpio del parque, y contempló el paisaje que había creado con sus propias manos. Un paisaje hermoso aunque incompleto: aguardaba que los días y las lluvias y el sol y la luna y la brisa hicieran florecer, por fin, el Edelweiss blanco.

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Unlocking the door, embracing the rollercoaster world

Hasta no hace tanto, odiaba las sorpresas, los imprevistos. Detestaba, por ejemplo, quedar con alguien y que de repente ese alguien se presentase también con otra persona. Detestaba los cambios de hora repentinos, que ya no quedasen entradas para la película que quería ver, los clientes que entran a última hora justo el día que tengo que salir un poco antes, pedir un regalo concreto y que me regalen otra cosa. Y detestaba muy especialmente la incertidumbre, porque la incertidumbre conlleva un sinfín de cosas inesperadas.


En esta época de cambios, voy aprendiendo a disfrutar de las sorpresas que se cruzan en mi camino. No encontrar lo que buscabas sino algo distinto no es malo, al contrario. Es positivo. A veces hay que tomar otras rutas para llegar a un lugar mucho mejor. Me gusta, por ejemplo, sumergirme en las páginas de un libro de un autor que no conozco pero que vi de casualidad reseñado en una revista mientras buscaba información sobre otros libros, otros géneros. Y que ese libro comprado por impulso sea justo el libro que necesitaba leer ahora.

Me gusta buscar en Spotify cierta canción, cierto disco, y dar con algo mejor. Me gusta que por culpa de un retraso y un despiste, acabe cenando inesperadamente con un amigo al que puedo conocer mejor, hablar a solas, y hablar de nuestras cosas y nuestros problemas, y relajarme: cómo lo necesitaba. Me gusta que el modo aleatorio de los reproductores de música siempre acierte conmigo, que se compinche con mi estado mental. Me gusta ir al cine con un amigo, con la idea de ver alguna de las películas que hemos hablado, y que el instinto o el destino o las estrategias de quienes planifican las carteleras se confabulen para que veamos otra distinta de la que por no saber no habíamos visto ni el tráiler. Y que la película transmita tanto que al acabar salimos con una sonrisa y un peso extraño en el estómago.

Me gusta descubrir que contra todo pronóstico la cerveza japonesa no me echa para atrás, que sabe mejor que cualquier otra. Me gusta que esa tetería recordada por Jose sea ahora una coctelería acogedora donde sirven los mejores mojitos de fresa del mundo. Me gusta que el amigo de un amigo acabe siendo un antiguo rollete con el que se perdió el contacto y que lejos de incomodarnos ante este reencuentro súbito, podamos hablar y comprobar que la vida nos llevó por caminos distintos pero nos ha tratado bien, que todo tuvo que ser así. Me gusta que un paseo por el Retiro truncado por un domingo lluvioso acabe en una agradable tarde con amigos compartiendo un capítulo de Glee que no me atrevía a ver solo. Me gusta que el distribuidor se equivoque con las camisetas que teníamos que recibir en la tienda y así llegue una de mi adorado Domo-Kun, y quedármela.

Ahora me gusta la incertidumbre, vivir la vida sin darle más vueltas, que las prisas se conviertan en algo cocinado a fuego lento, con mimo para que no se corte la mezcla; y disfrutar de ese misterio, ese no saber todavía qué sabor tendrá, pero sospechando que uno muy bueno. Ahora me gusta mojarme cuando de repente llueven cuatro gotas: es catárquico.

En la vida nada ocurre porque sí. Los imprevistos no son más que nuevas baldosas amarillas de un camino que te lleva a ese futuro que es el tuyo, sólo el tuyo. Las sorpresas hay que abrazarlas tal cual vienen, aprovechar la oportunidad que nos brindan de mejorar con ellas (gracias a ellas) nuestro día a día.

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How about remembering your divinity

Siempre había pensado que el ceder ante ti en las cosas menudas no significaba nada: que cuando llegase un gran momento podría reafirmar mi fuerza de voluntad en su superioridad natural. No fue así. En el gran momento mi fuerza de voluntad me falló por completo.

(Oscar Wilde, De Profundis)

Estos días estoy releyendo De Profundis, de Oscar Wilde, la carta que el escritor envió desde la cárcel a su antiguo amigo/amante y en la que examinaba con una sinceridad aplastante todo lo que había sacrificado, todos los errores que había cometido, y lo que estaba aprendiendo gracias al dolor del presidio. No haré una crítica, porque es un libro que hay que leer. Por su sinceridad, es absolutamente revelador. Es uno de esos raros libros en los que subrayarías cada frase, cada página entera, con un marcador fluorescente muy intenso que te recuerde esas palabras. Espero que las dos citas con las que abro y cierro la entrada de hoy os animen a leerlo.

Vivimos en un mundo perverso donde demasiados libros, películas y canciones destrozan la propia idea del amor. Nos inculcan que por amor merece la pena arrastrarse, que el amor exige sacrificios y tiene que sentirse como mil puñaladas, que todo se puede o incluso se debe aguantar y perdonar por amor. Que estar solo es casi peor que estar muerto porque por nosotros mismos no valemos nada: lo único bueno que tenemos es gracias al amor de otra persona. Que después de una separación el olvido es imposible, las heridas siempre sangrarán. Que es lógico que esa necesidad de amar nos lance una y otra vez a los brazos de alguien que sólo nos hacía llorar. Que el amor es difícil y por tanto cualquier sufrimiento conocido es preferible a la posibilidad de ser simplemente feliz con alguien nuevo. Pero es mentira.


El amor de verdad no duele, no es una jaula, ni siquiera una jaula forrada de terciopelo. Quien bien te quiere, nunca te hará llorar; si acaso, te hará llorar de felicidad, pero llorará contigo. Jamás te obligará a luchar ni humillarte por él, ni siquiera te propondrá sacrificios en su propio beneficio. Quien bien te quiere, sin decir nada, te tenderá la mano para que, con tranquilidad, piedra a piedra, construyáis juntos un refugio para el invierno. Y al terminarlo, entraréis y os diréis el uno al otro "Gracias" compartiendo una sonrisa en los labios.

Es triste que para comprenderlo tengas que llegar al punto de sacrificar, pisotear tu propia idea de amor intentando aferrarte a ese sentimiento, hasta que descubres que no estabas luchando por amor, estabas traicionando aquello en lo que creías. Oscar Wilde tuvo incluso que ir a la cárcel, perder su prestigio y todo aquello que le gustaba (su casa, sus libros, su familia, sus amigos) para darse cuenta. Pero más allá del desierto siempre aguarda un oasis. Pasas de desgañitarte con "Without You" a dar palmas con "Beautiful Life". De "I Have Nothing" a "Firework". Te vuelves a valorar a ti mismo con la certeza de que descubrirás junto a ti a alguien que sabrá apreciarte como siempre mereciste. La vida es bonita y el amor también. Ni más, ni menos.

Hace unas seis semanas el médico me autorizó a comer pan blanco en vez del pan basto, negro o moreno del rancho normal de la cárcel. Es una gran exquisitez. A ti te resultará extraño que un pan seco pueda ser una exquisitez para nadie. Yo te aseguro que para mí lo es tanto que al terminar cada comida me como cuidadosamente las migas que puedan quedar en mi plato de lata, o hayan caído sobre la toalla áspera que se usa como mantel para no manchar la mesa; y no por hambre -ahora me dan de comer bastante y más-, sino simplemente por que no se desperdicie nada de lo que me dan. Así habría que mirar el amor.

(Oscar Wilde, De Profundis)

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Don't you know that Rome wasn't built in a day

Piedra a piedra.
Columna a columna.
Despacio, sin prisa.

Paso a paso.
Palabra a palabra.
Despacio, sin pausa.

La cascada.
El vértigo, la zambullida.
La dulce calma.

Fluyendo como el agua:
Desde la montaña angosta
Hasta el verde mar.

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Will I have flashlights, nightmares, sudden explosions?

Este fin de semana (hoy mismo, en realidad), vuelvo a Madrid después de casi 10 años. Suelo decir que Madrid no me gusta, pero miento. Si bien es verdad que abundan las señoras de toda la vida armadas con sus abrigos de pieles, la ciudad en sí es preciosa, sus gentes siempre me han acogido con los brazos abiertos, y lo más parecido al Retiro que hay en Barcelona son cuatro árboles mal puestos. El problema de Madrid es que es una ciudad que asocio con la lluvia.

Me explico. La primera vez que estuve en Madrid fue en Enero de 2001. Entre otras cosas, iba a reencontrarme con P, mi primer amor, después de año y medio sin vernos. Rompimos en circunstancias... digamos tristes. Nos íbamos a dar una segunda oportunidad; o mejor dicho: íbamos a ver si era posible darnos esa segunda oportunidad. Recuerdo bajar del tren a las 7:00 de la mañana, el andén estaba al aire libre y desde el cielo negro caía una lluvia gélida. Ése es mi primer recuerdo de Madrid. Nada que ver con el sol abrasador de aquel Julio de 1999 en Granada.

El reencuentro con P fue incómodo. Saliendo de la estación, parecíamos dos personas que no se conocen de nada atrapadas en un ascensor y obligadas, por tanto, a hablar la una con la otra. Recuerdo que P me llevó a la residencia de estudiantes donde vivía. Estaba sumida en el caos: época de exámenes, gente histérica corriendo arriba y abajo, dando portazos, gritándole cosas a P que yo no podía comprender. Ese tipo de bromas privadas que te recuerdan que ése no es tu sitio. Para mayor incomodidad, P empezó a enseñarme sus dibujos y sus cosas con el compañero de habitación (que por supuesto, no tenía ni idea de quién era yo) a nuestro lado, estudiando y lanzándonos miradas de odio porque no le dejábamos concentrarse en sus libros.

Después, atravesamos bajo la lluvia un descampado embarrado para llegar hasta la facultad de Bellas Artes donde P estaba estudiando. No recuerdo cuál era: ¿la Autónoma, la Complutense? A saber. Una vez dentro, nos limpiamos un poco el barro y P me enseñó el aula gigantesca, los lienzos, los caballetes, las pinturas, los armarios, las manchas en la pared... Todo. Me hablaba de las clases y los profesores y los otros alumnos, pero ambos notábamos que lo hacía para llenar el silencio, como un vendedor ambulante que sabe que no venderá nada pero que aún así se obliga por sistema a explicar pormenorizadamente las excelencias de los productos que lleva en su maleta polvorienta. Sobra decir que no hubo segunda oportunidad. "Si eso, ya coincidiremos esta noche por ahí" fue el último SMS de P. Lo recibí mientras yo cargaba mi maleta hacia la casa donde iba a alojarme esos días. De aquel fuego ya no quedaban ni las cenizas frías.


Meses después, tuve más desencuentros en Madrid bajo la lluvia, aunque ninguno tan significativo como el de P, claro, Pero es absolutamente injusto tener un mal recuerdo de Madrid por culpa de algo que ya estaba muerto antes de que llegase yo allí, sobre todo teniendo en cuenta que ese mismo 2001 y en esa misma ciudad también viví grandes cosas. Quedadas muy emotivas y muy divertidas, conocer a buenos amigos y buenas amigas que aún a día de hoy duran, risas y madalenas, comer en un vietnamita con Alejo Sauras (en aquel entonces, mi amor platónico), buen cine, besos que no estuvieron nada mal, numerosas conversaciones trascendentes a altas horas de la noche, bailar "Vogue" por primera vez, comer sushi de los palillos que me tendía un chico que me gustaba muchísimo, la visión de ese mismo chico en calzoncillos a la mañana siguiente, paseos y barbacoas, viajes interminables en coche con un único cassette (Pimpinela), reuniones de amigos que deberían haber sido eternas, mi primer (y por ahora único) Orgullo, gente abriéndome sus casa con una hospitalidad y una generosidad imposibles de encontrar en Cataluña... Es una ciudad en la que he disfrutado mucho, muchísimo.

Y allí vuelvo, casi 10 años después, acompañado precisamente de uno de los amigos que conocí allí. Vamos un poco a la aventura, pero sobre todo a pasarlo muy bien y a ver cuánto dan de sí esas 48 horas. Por supuesto, iremos con nuestras mejores galas y nuestra mejor sonrisa. Hasta ahora todos mis viajes a Madrid han marcado un punto de inflexión (la separación final con P, todas aquellas quedadas de 2001, darme cuenta en el Orgullo de que mi novio de entonces era demasiado muermo para mí), no sé si esta vez será el caso, y en ese sentido estoy al mismo tiempo muy sereno y algo inquieto, pero todo eso da igual por ahora. Me conformo con desconectar. Ya tengo la maleta hecha y sólo queda esperar a que por fin sea de noche y empecemos a quemar y redescubrir Madrid rodeados de gente guapa.


I don't know what more to ask for
I was given just one wish

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Yukio Mishima - El color prohibido

Hace unos días terminaba un libro tan irregular como fascinante: "El color prohibido", de Yukio Mishima. Irregular porque es una de sus primeras obras, y se nota: Mishima peca de pedante, se excede en confusas reflexiones que estorban la trama y alargan innecesariamente un libro que bien podría haber ocupado la mitad. Y fascinante porque se trata de un libro de múltiples caras. Por un lado, nos muestra la vida homosexual en el Japón de 1950. Y por otra parte, como tantas otras obras de este autor, es un estudio salvaje de esas fuerzas en constante lucha que no serían nada la una sin la otra: la fealdad contra la belleza, la vida contra la muerte, la juventud contra la vejez, la bondad contra la maldad más terrible, el amor contra la ausencia de éste.


Yuichi es un joven homosexual, tan atractivo que incluso llama la atención de un escritor ya anciano y feo y absolutamente heterosexual. Todos giran la cabeza al ver a Yuichi, todos anhelan una mirada, un pedazo de su atención. Pero él es incapaz de sentir amor: nunca hacia las mujeres por motivos obvios y nunca hacia los hombres porque ninguno lo merece. Yuichi es Narciso, está fascinado por su propia belleza, nada más le importa que sentir que gusta y enamora a los demás. Se alimenta de esa atracción que sienten los otros hacia él. El escritor, al conocerle, decide utilizarlo en su particular venganza contra todas las mujeres que lo han despreciado a lo largo de su vida. Y de la alianza de dos personas tan distintas, nace el drama. Mishima no deja títere con cabeza.

Volviendo al tema gay, es curioso comprobar cómo algo en principio tan distante como sería el ambiente homosexual en un Japón que se levanta de las cenizas de la II Guerra Mundial, en realidad resulta tan familiar y cercano. Como si hubieran descrito la vida del Gaixample o Chueca hoy en día, vaya. En todas partes (y en todas las épocas) cuecen habas, que se dice. Ya me pasó algo similar al leer "La historia de Genji", libro del siglo XI en el que compruebas que ni siquiera las cortesanas de la corte Heian se libraban de los mismos problemas sentimentales que tú en la actualidad. Estas voces amigas viajando a través del tiempo y el espacio te ayudan a relativizarlo todo.


Pero en el caso de "El color prohibido", también me ha angustiado un poco. A menudo siento que, gustos musicales y audiovisuales aparte, no encajo en lo que se espera del prototipo de un gay moderno. Aguanto la superficialidad hasta cierto punto, el sexo esporádico no va conmigo (jamás he mantenido sexo con alguien con quien no sintiera o creyera sentir "una conexión"), me siento extraterrestre cuando oigo a mis amigos hablar de cosas como OT o Sálvame, jamás entenderé la gracia de Twitter, soy absolutamente inepto a la hora de ligar (o no me entero, o no me quiero enterar), el único gimnasio que he pisado en mi vida fue el del colegio porque no tenía más remedio, aún hoy una parte de mí se escandaliza/entristece al oír hablar de tríos y parejas abiertas (y Dios sabe que he intentado actualizarme), prefiero una buena conversación entre amigos en casa que salir de fiesta (aunque ahora que ya no permiten fumar, confieso que lo llevo mucho mejor), soy demasiado romántico. ¡Si hasta con un iPhone en la mano siento que sostengo una extraña e indescifrable piedra lunar! Y pienso: quizá en otro lugar, quizá en otra época. Pues no.

Y al final me enfado conmigo mismo porque no puedo ser tan injusto, no puedo caer en los mismos estereotipos y prejuicios que los homofóbos. Y sobre todo, no puedo quejarme: vivo en un país donde podemos casarnos e ir de la mano por la calle; he follado y he amado, tengo buenos amigos. No me ha ido mal, no me va mal siendo como soy. Y al fin y al cabo, esa sensación de "no encajar" es una chorrada. No todos podemos ser iguales, no todos somos iguales.

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Said you took a big trip, they said you moved away

Ayer volví a casa de mis padres, por primera vez solo, a comer con mi madre y mi hermano. Se me hace raro, y al mismo tiempo me gusta, llamar "casa de mis padres" al lugar en el que vivía hasta hace 4 meses. Disfruté de la abundante comida familiar y me sorprendí sonriendo al comprobar cómo mi madre, que tan moderna es para lo que quiere, recitaba los tópicos de toda mujer cuyo hijo acaba de abandonar el nido: "¿Ya comes bien? ¿Te cuidas? ¿Necesitas algo? ¡Toma esto! ¿Hace frío por las noches? ¿Seguro que no necesitas nada? ¡Te veo muy delgado...!". Ella se sorprendió cuando le expliqué las cosas que me cocino, cuando le dije que como ensaladas cada día, y que no todo son pizzas y pasta: también hago pescado, legumbres, arroz, etc. Y en sus ojos vi esa mezcla de nostalgia y orgullo ante el hijo independizado. En cierto modo, nunca habíamos estado tan unidos como ahora.


Mi antigua habitación no me impactó tanto como esperaba. Seguía prácticamente igual, algo más llena de cajas con los libros y el material de papelería que sobraron de la otra librería que cerramos el año pasado, pero con los mismos muebles, los pocos peluches que no me llevé, casi todos mis juegos y discos y  películas y libros, mi viejo ordenador, mi PS3, mis pósters... Cosas que algún día, cuando encuentre El Lugar, me llevaré pero que por el momento me esperan allí pacientemente.

Aproveché para coger algunos libros de autores fetiche (Terenci Moix, Bret Easton Ellis, Oscar Wilde...) que me apetece releer, o quizá no, quizá sólo me apetece que me hagan compañía. ¿Es raro echar de menos a un libro? ¿Es raro que te guste tenerlo cerca, tener la tranquilidad de que podrás sumergirte en sus páginas si lo necesitas? No lo sé, pero a mí me pasa con ciertos libros y ciertos escritores.

Buscando ropa en el armario, encontré una caja con recuerdos de mis primeros novios y también de mi primer amor. Fotos, billetes de tren, mixtapes, entradas de cine, postales... Y cartas, muchas cartas. Al releerlas, más que empañarse los ojos, me di cuenta de cuánto he crecido desde entonces, cuánto he vivido. Eran cartas de 1998 y 1999, me hablaban de conversaciones por IRC, de servidores de internet extintos, de la música de entonces (Spice Girls, el segundo disco de Alanis, "Mechanical Animals" de Marilyn Manson...), de exámenes y clases de instituto, de primeros besos, de citas inolvidables, de amigos que ya no son amigos, de futuros que nunca llegaron.


Me avergüenza decir que sentí como si ciertas cartas nunca me las hubieran enviado a mí, como si el cartero se hubiera equivocado de persona, de ciudad. Eran de gente que ya había olvidado casi por completo. En plena efervescencia juvenil de hormonas, con qué facilidad decimos cosas como "Eres el amor de mi vida", "Quiero vivir contigo", "Nunca había tenido tantas ganas de besar a alguien como a ti", "Te quiero". Ansiando ser adultos, cómo confundimos el sexo puro y duro con la necesidad de amar y ser amados, y cómo además, sin pudor alguno, a ese deseo físico lo llamamos amor.

En una de las cartas, un chico me explicaba porqué me enviaba una lámina con la imagen de un corazón. La había comprado en Londres un par de años atrás y la había guardado todo ese tiempo hasta dar "con la persona indicada". Me la enviaba a mí porque estaba convencido de que yo la guardaría y la cuidaría bien. El sobre acolchado que había contenido esa lámina crujía, estaba vacío. Ni siquiera recuerdo cómo era el dibujo de ese corazón. En aquel entonces, nos reíamos de cómo semana a semana, los personajes de series como Al Salir De Clase cambiaban de pareja, con un chasquido de dedos pasaban de estar enamorados de una persona a otra, pero nosotros no éramos tan distintos.

Lo volví a guardar todo en la caja, la cerré y la devolví al armario. Mi madre me tendió una bolsa para que me llevase los libros, la película y el juego que había cogido. Y me añadió un paquete de jamón serrano, "del bueno, para que comas un bocadillo rico". Le di un beso y me fui a trabajar. Al volver a casa (mi casa, aunque la comparta con dos compañeros), no pude evitar la curiosidad de buscar en Facebook a esos antiguos novietes de las cartas. Comprobé que algunos estaban más guapos y otros más feos, pero que para todos ellos también había pasado la vida: tenían subidas decenas, cientos de fotos de momentos en los que yo no tenía que estar, en sus perfiles indicaban gustos y aficiones nuevos, películas y series que yo mismo he visto con otras personas, nuevos discos, nuevos libros. Frases en el muro con una madurez que no desprendían aquellas cartas adolescentes. Todos crecemos, todos aprendemos, todos vivimos. Satisfecho, o quizá debería decir aliviado, apagué el ordenador y seguí leyendo "Azul casi transparente".