The time stood still, the time was flying
Una semana de verano en Granada. Una mañana gris en Madrid. Un encuentro fortuito de medio minuto en Barcelona, en una tarde que no recuerdo si hacía sol, o si llovía, o qué. Así nace y muere el primer amor. Fin de la historia. Una historia normal, sin más misterios: un amor adolescente que naufragó como tantos otros miles de amores adolescentes pero que, como es lógico, a mí me marcó por ser el mío. Varias casualidades me han llevado estos días a recordar la historia; entre otras cosas, que buena parte de La mecánica del corazón transcurra en Granada, precisamente en Granada.
Ya os conté hace unas semanas el reencuentro con P, mi primer amor, en Madrid, y por qué ese reencuentro me llevó durante mucho tiempo a asociar esa ciudad con la lluvia. Faltaba el último capítulo (bueno, y también el primero, claro: la feliz semana en Granada... pero eso me lo guardo, por ahora). Y es que P y yo nos volvimos a ver una última vez, años después de que fracasase estrepitosamente el intento de darnos una nueva oportunidad.
Salía yo del metro de Plaza Catalunya, esa salida que forma una especie de plaza subterránea en ruinas y que da al bar Zurich. Yo había quedado con un chico. Era la típica cita inesperada que sabes que va a ser un desastre: lo sabes tan bien que no te molestas ni en arreglarte, y te aseguras de llevar el reloj en hora para poder mirarlo a media cita con gesto de "uy, ¡pero qué tarde es!" y así irte cuanto antes. Iba a subir las escaleras y entonces te vi, P. Tardé horas, años, siglos en asimilar que eras tú. Tú en Barcelona. En la ciudad donde en su momento ibas a venir a estudiar y no viniste, donde si hubieras venido quizá todo hubiera sido distinto. Tú. Aquí, por fin. Tan cerca, pero más lejos que nunca.
-¡Holaaa! -nos dijimos al darnos cuenta de que sí, de verdad éramos tú y yo, éramos nosotros.
-¿Qué haces por aquí? -preguntaste con toda naturalidad. Como si Barcelona no fuera mi ciudad.
-¡Eso tú! Qué sorpresa...
-Pues ya ves, estoy aquí -le sonreíste, incómodo, a tu acompañante. Comprendí que querías irte. Comprendí que no habría tiempo para todas las cosas que me habría gustado decirte, preguntarte, escucharte decir.
-¿Acabaste ya Bellas Artes?
-No, todavía me quedan dos años. ¿Cómo llevas tú la... Comunicación Audiovisual?
-Lo dejé, ahora estoy estudiando cine.
-Qué bien, qué bonito.
-A ver si quedamos algún día, ¿no?
-Sí, claro. A ver. ¡Hasta luego!
Tu acompañante y tú entrásteis al metro, yo subí las escaleras. Me giré una última vez pero ya no estabas. No sé por qué tuvimos que coincidir aquel día. No sé por qué no hemos vuelto a coincidir jamás, ahora que los dos vivimos en la misma ciudad. No sé por qué nunca hemos cumplido esas promesas de ir a tomar un café alguna tarde. O sí lo sé. Lo sé perfectamente: todo se acabó. Pero es triste. Tan triste como encontrar el cuadro inspirado en un relato mío que me pintaste con todo el cariño, y encontrarlo mientras busco pósters en casa de mis padres para decorar mi nueva habitación, y guardarlo en el fondo del armario para no volver a tropezar con él. Tan triste como fijarme una noche en un tío tirando a feo en la barra del Átame, pero encontrarlo casi atractivo, y darme cuenta a los cinco minutos que es porque me recuerda remotamente a ti. Tan triste como esa plaza subterránea donde nos vimos por última vez, mal iluminada, su techo desconchado y esa lámpara rescatada de algún antiguo teatro derruido.
Siempre he odiado esa salida de metro, me parece fea e impersonal, como si ese rincón donde se cruzan tantos pasillos no perteneciera realmente a Barcelona. Quienes me conocen saben que siempre intento quedar en la puerta del FNAC ("pero la puerta de verdad, la de arriba, no la del Zurich"), y lo hago precisamente para evitar esa salida. No ha sido hasta rememorar esta anécdota que he comprendido porqué. El subconsciente, qué buena memoria tiene, el maldito. Lo más curioso es que mis otras dos grandes relaciones nacieron a menos de cien metros del punto exacto donde me despedí de P por última vez. Y para más inri, al cabo de poco tiempo de la despedida, pusieron dentro del andén de Plaza Catalunya un Dunkin' Donuts (mi perdición), y sólo se puede entrar por allí. El destino, qué bien se lo pasa, el maldito.
Es demoledor ese último reencuentro con una expareja tuya: lo ves más guapo y más interesante que nunca, tú tampoco estás nada mal ahora, pero constatas lo que en realidad ya sabías: que la vida os ha llevado por caminos muy distintos, que ya nada podría cambiar entre vosotros, porque ya ni él ni tú sóis los mismos y por tanto no hay vuelta atrás. Un "Hasta luego" que en realidad significa "Adiós, hasta nunca". Buena suerte.
4 comentarios:
Me encanta tu blog! xD Al final me convencerás que mi destino y mi futuro ya está definido xD
Aún así, me agrada bastante tu blog ^^ Es como muy profundo y personal, a la vez que... espiritual! ^^
Espiritual? Jejeje, es la primera vez que me lo dicen. Curioso! :P
Sentimiento en estado puro... creo que esas sensaciones tan bien transmitidas nos han pasado de una u otra manera a mucha gente: una mezcla de sentimientos. Me ha encantado la entrada porque consigues lo que a mucha gente le cuesta: transmitir. Enhorabuena.
Gracias por tu respuesta, Fersitu. Supongo que "transmitir" es lo que ansiamos todos aquellos a quienes nos gusta escribir. Saber que lo he conseguido (contigo, al menos) es el mejor regalo. ¡Un abrazo!
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