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Summer son, he burns my skin

Llega el calor y no te lo crees. Mantienes la chaqueta con un punto de orgullo, tú sabes más que el tiempo. No durará nada. Nunca lo hace. Una primera noche fresca parece darte la razón y sin embargo, pronto el calor vuelve para quedarse. Renuncias al fin a la chaqueta, qué remedio, intuyes que lo mejor será dejarse llevar. Ni siquiera te abrigas ya cuando se levanta junto al mar algo de brisa. Confías en el buen tiempo.


Pero qué fácil era comprar chocolate y helado, consolarte antes que disfrutar, soñar con lo que vivían otros en las películas en vez de sentirte su cómplice. Qué fácil estar seguro de saberlo ya todo. Te construiste un refugio y ahora toca salir. De viaje, de vacaciones, de paseo. Hacer fotos a cosas nuevas y conservarlas, descubrir nuevas canciones. Volver a aprender, sobre todo.

Todo el invierno quejándote del frío, lo que darías por un poco de sol, y cuando por fin el ansiado calor se instala sin remedio, pasas entonces a quejarte de los aires acondicionados. Del sudor y de los mosquitos y de la arena de la playa, como si hubieras sabido desde el principio que el verano conllevaba todas esas cosas. Qué cómodo era el sofá y, aun así, qué tentador parece ahora ese trampolín. Saltemos.


En el fondo, deseabas también sentir la arena, aunque fuera de rebote, por el mero placer de sacudirla de la toalla. Querías calor, pues aquí lo tienes. Quítate la chaqueta. Abraza el verano, abrázalo con todas sus consecuencias. Es la imagen perfecta: sudar al final del trayecto. Significa que has sobrevivido. Que no estás solo.

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